Frente al sensible descenso de la práctica religiosa, a la drástica disminución de las vocaciones, a la contestación abierta del Magisterio, a la transgresión de los preceptos eclesiásticos, no faltan quienes hablan de «declino» de la Iglesia. Nosotros, en cambio, estamos convencidos que se trata no de declino sino de purificación. En otras palabras, la Iglesia vive hoy uno de aquellos pasos de su historia cuando el Espíritu Santo – que la guía – la renueva y la vuelve a llevar a la pureza de los orígenes, para que continúe su hacer presente a Cristo en el mundo anunciando el Evangelio. Como ya ha sucedido muchas veces en su historia bi-milenaria, «vuelven los tiempos apostólicos».
La crisis actual, ciertamente, también debe ser coligada a los profundos cambios sociales y culturales que han acompañado la transición del mundo moderno al mundo post-moderno. Estos, entre acontecimientos alternados, han llevado hasta el fin el así llamado, «régimen de cristiandad», nacido en Occidente con el decreto de Constantino del 313 d.C. hasta el siglo XX. Al inicio del tercer milenio, la sobreposición entre fe y política, entre trono y altar, entre espada y crucifijo, que había caracterizado a los siglos de la «cristiandad», aparece definitivamente superada: ya sea en plano histórico, después de los procesos de secularización del mundo contemporáneo, como en plano teológico, después de las adquisiciones del Concilio Vaticano II. En consecuencia, a la Iglesia le ha faltado los apoyos y lo privilegios de los cuales había gozado durante el «régimen de cristiandad», cuando era universalmente considerada como un poder entre los poderes. Hoy ésta se encuentra pobre y desarmada, por muchos aspectos, en una condición semejante a la de los orígenes, a pesar de los no pocos residuos del viejo poder que permanecen y de los cuales aún la Iglesia se debe liberar.
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